Texto introductorio

dimarts, 9 de febrer del 2010

Me ha entrado el mar por los ojos y yo sin enterarme.
No sé cuándo fue, supongo que me ha venido entrando desde que dejaste de ser, porque dejaste de ser incluso antes de morir.
Quizás el agua que llevo yo ahora es la que se te salió a ti cuando llegaste al cielo.
Seguro que no te gusta el cielo. No te dejarán fumar tu pipa de la tarde, ni escribir a máquina. "Demasiado ruido", te dirán los demás muertos tumbados en camas de hospital, "demasiado humo". Tú no te quejarás porque nunca lo haces, e incluso sonreirás cuando Dios, vestido con su bata blanca, venga a daros las pastillas para no soñar. Sólo yo sé que por las noches sales por la ventana y saltas de tu nube para tirarte al mar, y cuando se levanta el día tú amaneces con la barba chorreando mares, pero nadie te pregunta, porque a nadie le importas, allá arriba. A ti ya te parece bien, ¿verdad?
El tiempo traicionó tu cuerpo, tus manos piernas y pelo, traicionó tu cabeza, traicionó tus recuerdos y nos traicionó a nosotros, tu vida, traicionó todo ese pasado construido a base de palabras esculpidas en las rocas de la costa. Las escribiste allí porque sabías que el mar se las bebería, si se las dejabas a mano.
Pero el tiempo no pudo traicionar tus ojos, las pupilas bailando nadando en tu agua. Porque por supuesto el mar te entró a ti también por los ojos, y como yo, no te diste cuenta enseguida. Pero ahora ya lo sabes, y lo supiste de mí mucho antes que yo.
Yo tenía miedo a mirarme en el espejo por no ver la estaca que llevaba tan clavada en el pecho, pero tú me arrastraste y desde el otro lado me dijiste: "llevas el mar en los ojos, no llores porque entonces las lágrimas te los llenarán de agua dulce, y el agua dulce es para grumetillos". Luego te escondiste tras el margen del espejo, siempre andas escondiéndote tras los márgenes de los espejos o las visagras de las puertas o las ranuras de la madera de los balcones, cuando en el cielo los ángeles se despistan y tú te puedes escapar.
Nos miras desde tu ausencia, yo sé que estás allí y te guiño un ojo sin que los demás se den cuenta. Me sonríes con tu sonrisa socarrona que por supuesto no te han sabido robar, y yo te digo "eres un saco de malicias", como me decías tú cuando apenas te llegaba yo a la altura de las rodillas.